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Manolo

Manuel Arredondo

La noche ya había caído. Tras concluir la conversación con Adrián Rojas que observaba a sus compañeros de parkour a las afueras del Metro Manuel Montt, vimos a un hombre de cabeza calva y ovalada, un llamativo chaleco amarillo con franjas negras horizontales y un desplante que llamaba la atención de los transeúntes. Se encontraba haciendo un arreglo floral de liliums para una clienta. Al momento de iniciar la conversación, sólo quedaban tres rosas rojas en el mostrador.

“Yo soy Manuel Antonio Arredondo Cortez, sin acento, vasco a mucha honra y tengo 50 años”. Con esta introducción, Manuel, mejor conocido por todos los que lo conocen como Manolo, nos largamos en una conversación que terminó a altas horas y con el frío cada vez más intenso como nuestro acompañante. Hablamos de todo con Manolo: de su vida y de la vida; de su realidad y de la realidad; de política, de la decadencia social, el machismo, y de tantos temas que la cuenta se vuelve difusa.

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La necesidad de independizarse

Manolo nos cuenta que este asunto de la crónica le resulta familiar. Egresó como comunicador social de la Bolivariana, pero desde los seis años que andaba metido debajo de un mesón, “trabajando desde cabrito”. Antes de llegar a la florería trabajó como asistente jurídico, pero nos cuenta que estaba descontento con su trabajo: “No me gustaba, ganaba 380-400 lucas y no me alcanzaba, y dije: No po’, necesito ganar más”. En palabras de él, renunció al mundo de la dependencia económica a la independencia económica pero la jornada laboral de Manolo es intensa: se levanta a las cuatro de la mañana y se retira a las diez de la noche, asegurando que “como independiente trabajai como tres veces más, porque tenís la presión de pagar alquiler, tenís que tener capital de inversión, tenís que comprar agua [para las flores], pagar luz, gas, agua, comer, movilizarte, en mi caso no tengo previsión de salud… Y la presión es más grande, pero fíjate que se disfruta porque es tuyo”. Hoy tiene su propia florería.

La necesidad de aumentar su sueldo se debe a la situación económica familiar. Manolo tiene un hijastro llamado Ariel, es discapacitado, tiene 27 años y está postrado por lo que requiere pañales de adulto. En la actualidad, la familia no recibe ningún tipo de ayuda y el padre no puede contratar a una enfermera que le cuide el hijo. Manolo se pregunta: “Entonces el Estado, ¿en qué está?”. La pregunta queda dando vueltas.

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Una excepción a la regla

“Yo soy un ser anormal weón”. Con esta frase, Manolo se autodefine como un hombre entre pocos, “porque de partida me fije en una mujer con un hijo discapacitado, que muchos de los hombres, hablando bien de hombre a hombre, arrancan, no se hacen cargo”. El joven sufre del Síndrome de West que deriva en una epilepsia refractaria: la más agresiva dentro de las epilepsias, afirma el hombre, y que atrofia cada vez más y más el cuerpo, deformándolo. Convencido de los beneficios a la salud que puede traer el uso medicinal de la cannabis, y en especial en este tipo de enfermedades, Manolo nos cuenta que fue de las pocas personas que apoyó a Ana María Gazmuri –actriz y directora de la Fundación Daya, cuyo objetivo es la investigación y promoción de terapias alternativas– para despenalizar la hierba con fines terapéuticos.

Nos cuenta que acogió a Ariel como si fuera su propio hijo, y asegura, es un ángel y la motivación de su vida. “Todos los días salgo, no me habla, pero me sonríe, y se pone eufórico cuando llego, créeme que lo paso fantástico” –afirma Manolo–. Cuando sale con Ariel en su silla de ruedas todo el mundo los queda mirando… ‘pobrecito’ dicen, pero Manolo no soporta las condolencias y responde: “No. Pobrecito usted señora, que usted se está compadeciendo; yo al contrario, soy feliz con él. Él no es pobrecito, él tiene todo el amor de un padrastro y tiene el amor de su madre”. Manolo relata con crudeza la percepción que la gente tiene de Ariel: para ellos es una masa en una silla de ruedas, en cambio, para él es una persona igual a cualquier otra. Padre e hijo también pelean, discuten, el hijo se enoja, llora, y son personas normales. Aunque Ariel no habla, no sabe leer ni escribir, se comunica con señas, “totalmente inserto en el medio. ¡Le apagai’ la tele y espérate con la carita que te pone!”.

Manolo también tiene un hijo de su primer matrimonio, Sebastián, con quien se reencontró tras nueve años de separación. Manolo recuerda un momento que lo emociona y fue cuando el hijo lo fue a visitar al puesto de flores para decirle lo siguiente:

– Papá, quizás nos tuvieron separados por nueve años, pero creo que estuviste en el momento más importante y que me hiciste reaccionar y ver la vida como es… Si no fuera por ti yo hoy día no soy lo que soy.

El diálogo se enmarca en las dudas que tenía el hijo por continuar sus estudios, pero que gracias al consejo de su padre, hoy es ingeniero en ejecución informática. “Cabro culiao, me hizo llorar aquí po’ weón. Yo digo, ojalá todos los padres pudieran hablar así con sus hijos ¡y no lo hacen!”.

Y concluye:

“En el fondo tengo dos hijos maravillosos, weón: uno que me da la satisfacción y orgullo que ya es profesional, y el otro que me da la satisfacción y el orgullo que me entrega AMOR –resalta la palabra–, y yo creo que el hombre se mueve en base al amor…”.

Hoy el hogar se compone de Manolo, Kathy –su pareja y madre de Ariel– y Ariel.

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Manolo se introduce a sí mismo

Hasta ahora Manolo nos ha contado su vida en cuanto trabajador y padre, ¿pero qué hay del Manolo en sí? El hombre comenta que ha visto todas las transformaciones sociales que se han producido en Chile desde los setenta, manteniendo muy abiertos los ojos ante el devenir de los años. Y Manolo sabe muy bien de lo que habla. Desde la década de los setenta, presenció los momentos más oscuros que ha vivido nuestro país, y vivió a través de su familia la represión del Estado: “He visto todos los crímenes y desapariciones. Mi padre fue uno de ellos. Él estuvo preso en el Estadio Nacional, afortunadamente salió”.

Siendo testigo de los cambios acontecidos en la nación, critica el hecho que hoy el chileno carece de identidad propia, recurriendo a la imitación de otras identidades y abrazando ritmos del extranjero, “pero invítalo a bailar una cueca… no la sabe bailar, ¿y eso por qué? Porque en la dictadura se prohibió la cultura, se prohibieron las reuniones sociales y mataron la cultura”. Recién el año 1979 se decretó la manta, el sombrero y toda la herencia andaluz como el traje típico chileno, y el vestido de china o huasa de salón en la mujer, especifica. Manolo se desmarca de este diagnóstico y se declara como un representante del “típico chileno busca vida” en la actualidad. Es un tipo que le da lo mismo vestirse de huaso, y es tajante al decir que él “no se disfraza”. Se siente orgulloso cuando le dicen roto, “porque el roto chileno fue el que se tomó el Morro de Arica” y dejó todo para ponerse el uniforme: el campo, las lechonas, el azadón y la picana. ¿Y por qué se llaman rotos? “Porque los uniformes estaban llenos de agujeros de bala y no tenían zapatos, por lo tanto se iban con ojotas a marchar hacia el norte”. Por eso Manolo se enorgullece de ser tildado como roto porque le gusta también el vino, la chicha, el pipeño y la empana’. Le encanta bailar la cueca, y como buen personaje típico, se junta todos los martes ahí abajo en Vivaceta para bailarla.

Para el típico chileno, su maestra, Margot Loyola, premio nacional de arte, dejó un legado importantísimo a toda la juventud y todas las generaciones que estamos: “lo que significa que tenemos que difundir nuestro baile nacional” y él tomó este mandato con seriedad. Con voz de locutor radial nos cuenta: “Fui el primer loco en este país que empezó el programa folclórico con la empresa privada; hacíamos Raíces y tradiciones de Chile: un programa misceláneo basado en la música folclórica y la música de raíces… Estoy inspirado” –cierra la transmisión riendo–. Gracias a la música folclórica ha podido recorrer el país participando en diversos conjuntos y ballets, siendo parte del electo artístico de la danza y del elenco musical.

Muchas veces Manolo se viste de huaso mientras trabaja y nos cuenta que no faltan “los imbéciles” que empiezan ‘juyuuuui’ cuando lo ven. “Entonces yo digo, weón, ok, da lo mismo, pero él carece de lo que yo tengo y que se llama carácter y personalidad” y eso, dice el huaso, no se compra en los supermercados. Y agrega que hay otra cosa que no se puede comprar en ninguna parte, y eso es la clase: “con la clase se nace” –asegura–. Para Manolo, el chileno se siente chileno cuando juega la roja, donde todos los “pelotudos” se visten de rojo gritando “chileeeenos, chileeeenos. ¡C-H-I! Tocando cornetas y curándose como piojo y ¡fumemos loco! –hace como que aspira un pito– y ganamos, ¿y después qué?”. Ser chileno es un compromiso los 365 días del año, afirma, y reflexiona que nuestra nacionalidad no depende sólo del vino y del cobre: “El país más rico es pobre si no tiene identidad, y yo creo que la primera identidad es con uno mismo… ahí está la milanesa: ¿Quién soy? ¿Adónde voy? ¿Qué quiero?”.

“Ahí tiene la rosa, que le vaya bien” –termina de atender un cliente–.

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La identidad de Manolo

Manolo asegura que alguna vez fue un tipo estructurado, previsor, que buscaba tener todas las cosas bajo control, pero hubo un episodio que marcó un antes y un después en la vida del personaje.

“Yo soy corralero, corro el rodeo, corro la vaca y una vez en una rodada en Antofagasta me cayó una yegua: 480 kilos de peso encima y estoy vivo para contarte”.

Asegura que la vida se le pasó por delante en un segundo y desde ese momento ha vivido con la intención de disfrutar la vida, incluso ante la adversidad y la incerteza del futuro porque nunca se sabe cuándo será la hora de decir adiós. Con su cualidad de busca vida señala que evita caer en la depresión y angustia que la vida impone, manteniéndose impasible y conservando el temple. A su juicio, los problemas son una parte fundamental de la vida; de ser perfecta “andaríamos todos aburridos: nada que hacer, nada que pensar”. Tan convencido se muestra Manolo que hasta del hambre saca una oportunidad que desafía la creatividad humana: “De repente no tengo qué comer, entonces me pregunto, chucha, ¿qué vendo? ¡Ya, me hice luca! ¡Y con esa luca me compro un kilo de pan y ya tengo algo que echarle a la guata!”. Lo más hermoso en la vida es VI-VIR, corrobora como quien afirma que el cielo es azul.

Después de tanto dolor, amargura y tristeza vividas, siempre le dice a su mujer: “Mi amor, nosotros somos unos sobrevivientes de la vida, ahora nos queda solamente vivirla”.

Reconoce que hay muchos problemas que afectan actualmente nuestra sociedad y opina de todo un poco: no soporta ese “machismo barato” que hace de la mujer menos mujer o el abandono del hombre de la familia que deja a la madre a cargo de hijos “a su suerte”.

Tampoco a los políticos, a quienes les pregunta “si acaso vivirían con 250 mil pesos mensuales, cuando hay que pagar alquiler, alimentación, transporte, estudio… ¿Usted vive con 250 lucas? ¿Qué come? Porque no creo que un pedazo de carne todos los días se lo vayan a comer”.

Critica el doble estándar de los políticos y la clase alta frente al aborto: “¡Sí aborto siempre ha habido!”; lo mismo con el divorcio y la violencia intrafamiliar. Lo que pasa, según él, es que en el barrio alto esas cosas se esconden.

¿Y sobre la homosexualidad? Manolo rememora una historia que vivió con una examiga que le contó que si la hija de ella fuera lesbiana ‘le sacaba la chucha y la echo cagando de la casa’ a lo que él respondió: “Bueno y qué pasa si el Sebastián fuera maraco, ¿querís que lo eche a la calle weón? ¡No seai weón, si es mi hijo!”. Además cuenta que antes de conocer a su señora vivía en un departamento en Salvador con Grecia, y que su compañero de departamento era gay, “y todos los amigos de él también”. Cuenta que cuando se ponía a conversar con ellos sobre salir del clóset y la relación que ellos tuvieron con sus familiares respectivos se ponían a llorar. “‘Ojalá mi papá hubiera sido como tú’, me decían… Mira qué nobleza. Lo único que piden esos cabros es AMOR“–enfatiza de nuevo la palabra–. Afirma que esos padres tienen que dejar vivir a sus hijos, dejarlos ser, y esto último es lo que falta hoy día: dejar ser.

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Manolo y los perros

Un grupo de infaltables compañeros se acercan a Manolo a medida que las manillas del reloj continúan girando. Un grupo de perros que acompañan al huaso durante el día y la noche. A veces se pierden un par de días pero siempre regresan, a veces incluso llegan vestidos. Manolo se ha hecho amigo de los perros, en sus palabras “se ha adaptado a su entorno”. Juega con ellos, les da comida, les hace cariño y los animales lo quieren tanto que incluso una vez lo defendieron ante un intento de asalto. Les tiene nombre a todos y cada uno, y se los ha puesto según sus características físicas: está el Guatón, el Orejas, la Shakira, “que es la prettywoman del barrio”, y el Cabezón. Nos cuenta que hay más, pero éstos son los que estaban presentes en aquel momento.

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El Cabezón se acerca al hombre y se ponen a jugar con una pelota hasta que el perro le gruñe y se queda con ella. Manolo termina de cerrar su quiosco, se abriga y se dirige rumbo a su hogar a reencontrarse con su familia. “Chiquillos lindos no sé a quién se las regalan –toma las dos rosas que le quedaban en el mostrados y nos las entrega–. Se pasaron… No… La cagaron –nos abrazamos–. ¡Grande cabros! ¡Pásenlo bien!”.

Así concluimos el relato del autodenominado chileno busca vida, Manolo. Un hombre que siente orgullo de la cultura nacional y que la encarna a pesar de las miradas extrañas y comentarios del resto. Que es capaz de disfrutar la vida en cada detalle, como tener una buena conversación o jugar con un perro; para ponerlo en sus palabras, que es capaz de VI-VIR. Un hombre que, en vistas de la necesidad de sostener a la familia que él mismo escogió, decidió independizarse y dedicarse a la venta de flores para generar los ingresos con tal de garantizar la dignidad de su hijo Ariel. Es aquí donde debemos detenernos y preguntarnos: ¿Dónde está el Estado que debe asegurar la vida digna de todos de los individuos? ¿Dónde está el Estado para asegurar la dignidad de Ariel? Hoy Manolo se ve amenazado en términos de salud, pues recordemos que no tiene ningún tipo de previsión como trabajador independiente, y tampoco tiene el dinero como para imponer por las garantías mínimas; es un trabajador que cada día se arriesga ante la incertidumbre de los acontecimientos de la vida diaria, a la enfermedad y el accidente. Por eso, es importante ser reiterativos y no dejar de preguntarnos como lo hace Manolo: “Y el Estado, ¿en qué está?”.

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