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La resistencia haitiana

Leyna

En una de las poblaciones emblemáticas de Estación Central, Leyna, una mujer haitiana de aproximadamente 35 años y que padece graves enfermedades, nos invita a pasar a su hogar. Tras sus pasos lentos debido a los males físicos que la aquejan, atravesamos la reja. Vista desde fuera, su casa no se diferencia en nada al resto de las viviendas de la población, no obstante, la situación que estábamos por presenciar sí contrastaba con la realidad doméstica de sus vecinos chilenos.

La pobreza dentro de la pobreza

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El terreno se divide en dos: una casa posterior y una trasera. Atravesando el patio hacia el fondo y junto a la puerta de entrada, yace una lavadora y un bol sobre ella. Nos hace pasar adentro. El suelo frío de cemento en bruto resuena con el caminar de la mujer, quien, con sus pies descalzos, transita por la casa hasta tomar asiento en el único sillón, ubicado en la cocina, la cual es a la vez el corredor principal de la casa. Los muros, también recubiertos de cemento, son atravesados por instalaciones eléctricas y tuberías improvisadas. Entre la oscuridad de la noche y la única ampolleta que ilumina comienza a hablar en francés. Este es su relato.

Hace un año atrás, su marido arribó a Chile desde Haití. Dada la necesidad de contar con mayor espacio, comenzó la búsqueda de un nuevo lugar donde habitar. Sin redes, sin trabajo y sin garantías de ningún tipo, aceptó el primer lugar que encontró: una casa que comparte con ocho haitianos más. Del total de los nueve miembros, cuatro viven en la parte posterior de la casa y cinco lo hacen en la parte trasera que cuenta con tres habitaciones colindantes la una de la otra. A este último grupo pertenece Leyna.

La cocina-pasillo en la cual nos acoge la mujer da directamente a las tres habitaciones; al fondo, un cuarto oscuro y sin puerta: “es el baño” —nos indica—En la pared están trazadas las líneas de lo que, se supone, será la instalación de cañerías. Esta descripción se aleja de la noción de baño, y se asemeja más bien a un rincón derruido, donde la privacidad es impensable, y la intimidad imposible.

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Maldito baño

Entre la mezcla de olores de la cocina y el resto de las habitaciones, el reggaetón que proviene de los cuartos y los gritos de la pequeña niña del hogar, Leyna nos cuenta que “al principio, las cosas estaban bien. Bueno, el baño nunca fue muy cómodo: nunca tuvimos agua caliente por ejemplo… Pero podíamos vivir”. Sin embargo, pronto los problemas con el baño se volverían aún más dramáticos: “Empezó a tener fugas. El agua corría por el pasillo e incluso a la pieza de mi sobrina que vive al lado con su bebé. Ya no lo podíamos usar”. Desde los rincones de la casa se escuchan risas.

Leyna y su grupo se contactaron de inmediato con el propietario, un hombre chileno, que aseguró que iba a arreglar la situación. “Eso fue lo mejor” —recuerda la haitiana con una sonrisa amarga e irónica—. “El dueño llegó con un maestro, e hizo una demostración como para hacernos creer que iba a hacer algo… El maestro arrancó la puerta del baño, sacó el lavamanos y dejó un saco de cemento en el patio… Y no lo vimos más”. Leyna asegura que el dueño simuló este “arreglo” para que los inquilinos siguieran pagando el arriendo. Las mujeres de la casa llamaron una y otra vez al propietario, pero nunca hizo nada. Actualmente, el baño se compone sólo por un inodoro, los restos del lavamanos y una pequeña ventana; no cuenta con ducha y ni siquiera con una fuente de agua. Se caga donde se come, y se come donde se caga.

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El bol sobre la lavadora en la entrada de la casa adquiere sentido: desde el momento en que el baño dejó de ser baño, si es que alguna vez lo fue, los inquilinos comenzaron a bañarse en el patio. Con una voz entrecortada y una risa nerviosa por la vergüenza, Leyna nos cuenta el proceso: “Ponemos agua en el hervidor, esperamos a que se caliente y la ponemos en el bol. Cerramos el portón del patio, nos ponemos el calzón y hacemos todo rápido, muy rápido para que nadie nos vea”. Acto seguido, la mujer suspira. “Así es, no tenemos nada de intimidad”. Lo que antes era parte de la rutina diaria de higiene personal, “se volvió algo difícil, desagradable”. Con voz temblorosa y humillación por develar tanta intimidad, nos comenta que ahora se baña cada tres días.

La mirada se dirige nuevamente al cuarto del fondo, al baño. “Y cuando vamos al baño, vamos así, sin puerta. Esperamos que nadie esté en el pasillo y vamos rápido por si alguien pasa”. Leyna hace silencio. Cavila. “¡Perdón, pero esta vida es una mierda!” —ríe para apaciguar la indignidad, sólo ríe—.

El mes de mayo, Leyna y los demás inquilinos se dieron cuenta que la encargada del pago del agua, quien vivió anteriormente en la casa, nunca pagó la cuenta generando una deuda que hoy asciende a 923.450 pesos. El Servicio Municipal de Agua Potable y Alcantarillado de Maipú (SMAPA) envió una carta a la casa el día 4 de octubre, anunciando el inminente corte de suministro para el 19 del mismo mes en caso de no pago.

Irónicamente, en el suelo yace una carta para sacar la tarjeta Hites.

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La resistencia haitiana

En la lucha por reconstruir la dignidad arrebatada por el hacinamiento y las condiciones de vivienda, Leyna, su sobrina y otra inquilina, decidieron decir basta. Iban a utilizar el último recurso que les quedaba: el no pago. El 5 de octubre apareció el dueño a cobrar el dinero. Tocó la puerta de Leyna, pero ella no respondió. Toco la puerta de Shani, la otra inquilina, quien tampoco respondió. El hombre, desconcertado golpeó la tercera puerta, la de Stefanie, la sobrina. Ella sí respondió: “¡Hasta que no repares la ducha no tendrás tu plata!”. Él, en un arrebato de ira le pegaba a la mesa. A Leyna se le iluminan los ojos rememorando la situación, rememorando el inicio de la resistencia haitiana. “No paraba de gritar: ‘¡Salgan de acá, quiero mi plata! ¡Voy a llamar a la policía!’. Stefanie le dijo que lo hiciera, que llamara a la policía: ‘¡para que vean cómo vivimos por culpa tuya!’. La situación parecía estar invirtiéndose; las haitianas estaban empoderándose. Leyna apareció en la escena y el hombre se acercó a confrontarla por el dinero. La mujer reafirmó lo mismo que su sobrina: sin ducha no hay plata. La sonrisa de la haitiana al rememorar la escena se transforma en una carcajada: “¡Y se fue! ¡No lo vimos más! ¡Me sentí tan orgullosa de repente!”.

Leyna no tiene miedo. Repite firmemente que están en su derecho, y si bien ella está consciente que esta medida no cambiará la situación, que tendrá que buscar una nueva casa y recomenzar el ciclo, sintió que este acto de resistencia le devolvió a ella y su grupo un poco de la dignidad arrebatada en nuestro país. Esa dignidad que surge cuando se niega la injusticia.

*El nombre de la entrevistada y las aludidas fueron modificados para proteger sus identidades. Las imágenes fueron editadas con el mismo fin. Las enfermedades que padece la protagonista del relato fueron omitidas, pues no quiere que su familia se entere de ellas.

Esta crónica fue publicada el 20 de noviembre de 2018 en El Mostrador con la finalidad de denunciar las condiciones de vida y vivienda de Leyna. Para leer el reportaje, haz clic aquí.

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