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Anticuario de videojuegos

Alejandro Marambio

En un recóndito rincón de una recóndita galería de Plaza de Armas se encuentra la tienda de videojuegos retro Furu–Pawa. Sus vitrinas exhiben valiosas joyas de antaño que aún hoy, logran mantener su brillo. Versión limitada de una consola Nintendo 64, cartuchos de Súper Nintendo, y un Power Glove (un guante–control de esta misma consola), son razones suficientes para entrar y echar un vistazo.

En su interior, junto a la puerta, un Arcade; en frente, un televisor ancho proyecta un videojuego; y al final del local, un Flipper. Un joven de treinta años, alto y delgado, nos recibe entusiasta e intercambiamos diálogos sobre los productos en venta. En aquel instante somos sus únicos clientes.

Su nombre es Alejandro Marambio, dueño y vendedor de la tienda.

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Infancia de 8 bits

Se podría decir que Alejandro fue la envidia de sus amigos. En los años ochenta, su padre era dueño de unos locales de Arcades y Flippers, los que no faltaban en la casa. “Los tenía todos, y en el living de la casa como cinco máquinas de Arcade; todos los vecinos, compañeros de curso ahí, yendo a pechar” –recuerda entre risas Alejandro–.

Hacia la década de los noventa, con el boom de las consolas domésticas, su padre vendió el negocio de las grandes máquinas para instalarse con un local en el Persa Bío-Bío y vender el Súper Nintendo y el 64, “cuando esas eran las consolas next–gen” –afirma–.

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Amante nipón

Alejandro es profesor de inglés. Trabajó dictando clases en un instituto pero confiesa que enseñar otra lengua no es lo suyo. Cuenta que siempre trabajó para ahorrar y armar el negocio. Pero antes de abrir el negocio decidió viajar a Japón para estudiar cómo era el sistema de las tiendas de videojuegos niponas. “Quería darle un enfoque más ñoño y para eso era necesario conocer las tiendas japonesas: cómo funcionan las tiendas allá, cómo te atiende la gente, cómo están decoradas, cosas así”. La herencia japonesa se puede apreciar en el local: Alejandro nos cuenta que el nombre Furu–Pawa significa Full Power en japonés (poder total en español), y una joven animé decora la tienda: “Se llama Furu Chan, es la mascota de la tienda” –nos aclara–.

Así partió como muchos, vendiendo juegos por mercadolibre y juntándose en el metro con la gente. Luego de afianzarse un poco, Alejandro se instaló con el negocio el año 2012. Administra la tienda a través de una página en Facebook y un blog, aunque todo se está publicando en la red social, ya que “toda la gente está ahí”.

“Hasta la fecha no me puedo quejar, nos ha ido relativamente bien y tenemos como para seguir”.

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“Somos súper ñoñazos”

Furu–Pawa no sólo es fruto de Alejandro. Su “señora”, como se refiere él a su pareja y conviviente, también ha estado desde el inicio en el emprendimiento. Con un título bajo el brazo, decidió poner manos a la obra con los videojuegos.

Llevan más de diez años juntos y se conocieron en foros de internet: “foros de animación y esas cosas” –especifica Alejandro–. “Miren, ahí está mi señora –Alejandro apunta una foto que cuelga a un costado del mostrador–, está haciendo un cosplay”. La fotografía muestra a una joven Chun–Li (personaje icónico de la saga Street Fighter) de carne y hueso sosteniendo un control de Playstation frente al televisor; en la pantalla del aparato se puede ver a Chun-Li pero digitalizada. “La nuestra es una relación muy ligada al mundo de los videojuegos, el entretenimiento, y por supuesto, a la cultura japonesa: desde siempre hemos sido súper ñoñazos”.

En su época universitaria, la pareja solía asistir a eventos de animé. “Iba siempre a eventos que hacían en el planetario de la USACH” –cuenta Alejandro–. A veces asistía para vestir un cosplay “o de visita… O vigilando, cuidando a la polola” –recalca entre risas–.

Pero atrás ha quedado la época universitaria y con ella la concurrencia a este tipo de eventos. Alejandro nos cuenta que sus visitas a Japón le han quitado el entusiasmo por asistir a este tipo de actividades pues ya ha visto de todo, “pero los juegos siempre están”.

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Vendedor de nostalgia

Furu–Pawa no es cualquier tienda de videojuegos; es una tienda de antigüedades. Y Alejandro no es un vendedor típico; es un anticuario. ¿Por qué se instaló con una tienda de juegos retro y no de juegos actuales? “Yo siempre he sido de la idea que uno tiene que dedicarse a lo que más sabe, y mi infancia y adolescencia estuvieron rodeadas de estos juegos (…) Y también intentamos ser un poco visionarios, pensamos: mira la mayoría de la gente que jugaron estas cosas ya tienen nuestra edad y tienen pega”.

Pero no sólo se vive del dinero. Alejandro nos cuenta que le ofrece la oportunidad de recordar su infancia a mucha gente: “La identidad de esta tienda siempre ha sido esa, el vender, entre comillas, un poco de nostalgia”.

En la familia de Alejandro hay varios miembros que se dedican a la venta de videojuegos en lugares como el Persa y el Eurocentro, no obstante, venden juegos next–gen (es decir, juegos actuales). “Ese no es mi estilo, no es nuestro estilo: nos gusta cuando viene la gente y se pone a mirar las cosas que hay; si quiere conversar de estos temas, somos una enciclopedia viviente del tema, entonces, aparte de vender juegos también la idea nuestra es dar una experiencia”.

Alejandro está seguro que la cercanía que logra con sus clientes difícilmente podría conseguirla si se dedicara al mercado de los juegos next-gen. “Aquí es más personal la cosa, una picá”.

La conversación se desvía al contenido de la tienda y Alejandro habla con entusiasmo sobre los juegos y las consolas antiguas. Sin titubeos, nos cuenta con destreza el funcionamiento de los cartuchos, la necesidad de un adaptador para jugarlos en una u otra consola, la procedencia y cualidades de cada cual. Con una mano remueve el polvo acumulado en nuestras conciencias permitiéndonos vislumbrar cuadros de nuestra infancia pintados con bits. Somos remontados a la escena en la cual un niño sentado frente al televisor contenía en sus manos un control de pocos botones que constituía el portal entre la realidad y lo virtual. Una escena inentendible para los adultos de la época; imborrable para los niños de aquel entonces. En el fondo la música del Arcade suena sin interrupción.

La presencia de Nintendo en la tienda supera a sus competidoras. Alejandro nos cuenta que no tiene que ver con una preferencia personal: Nintendo era lo más común de la época, por lo tanto, lo que más nostalgia produce en las generaciones jóvenes de hoy. Alejandro creció rodeado de todo tipo de consolas, algunas completamente desconocidas para el público chileno. Su favorita es la PC Engine japonesa. En América fue conocida como TurboGrafx-16 y lanzada al mercado en 1989. No la vende en su tienda: “acá nadie la conoció, no es rentable de traer”.

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A proteger el legado

Alejandro está convencido que los videojuegos son una nueva forma de expresión del arte, tan válida y poderosa como el cine o la literatura. Reconoce que hace diez años atrás esta era una idea descabellada, pero que con el paso del tiempo se han ido afianzando. Los videojuegos también pueden “dejar esa huella” que trasciende el tiempo y remece el alma. A pesar de ello, señala que como en todo orden de cosas, hay quienes desarrollan videojuegos “por las lucas” y otros por el arte, y esto ha ocurrido desde el comienzo de la industria de juegos hasta hoy.

Espera que el cariño por los juegos clásicos nunca se acabe porque han pasado de ser simples juguetes a ser parte de la cultura, la cultura pop, y de la vida de las personas. Dentro de cada cartucho hay algo más que un juego; hay una rememoración de la niñez y la juventud.

A su vez, comprende que su papel es más que vender: es un proveedor de arte y un guardián del tiempo y la memoria. “Por supuesto, por una módica suma” –añade entre risas–.

“Pero realmente, lo digo de corazón. A mí me pone muy contento cuando los clientes de aquí se van felices con lo que quieran llevarse”.

En palabras finales, Alejandro se considera una persona feliz y aclara: “para mí ser feliz siempre ha sido estar contento con lo que uno tiene”. Los viajes a Japón y construirse la casa con su señora son motivos de orgullo y alegría que no duda en expresar. “Y bueno, el negocio también… Yo te diría, no sé, hasta hace unos cinco años atrás, yo jamás en la vida habría pensado que tendría un negocio propio en pleno centro de Santiago, y haciendo lo que realmente me gusta. Yo hace unos cinco años atrás trabajaba en lo mío y probablemente me veía hasta el final trabajando como profe de inglés en un instituto, así hasta la jubilación”.

“Y aquí estoy”.

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