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El artesano que sueña

Rubén Candia

Un viernes, a eso de las tres de la tarde, el Pueblo de Los Dominicos se encuentra desolado. El público recurrente durante la semana suelen ser turistas, pero aquel día la soledad y el silencio se apoderaron del lugar. Sólo unos cuantos puestos se encontraban abiertos; las radios o los televisores pequeños encendidos hacían de compañía a los vendedores y artesanos que esa misma tarde trabajaban con calma mientras las horas pasaban lentas pero apacibles.

Cercano al pozo del pueblo, que hoy acumula tan sólo un poco de agua inmóvil, Rubén Candia, un hombre de sesenta años, se encuentra trabajando en su taller: al candor de la música que suena desde su pequeña radio negra a su costado y con una gubia en su mano, talla un pedazo de madera cuya forma de tronco comienza a asemejarse a un elefante.

Al comienzo cuesta arrancar la conversación. Rubén se muestra confundido cuando le explicamos que simplemente queremos conversar. “No sé por dónde partir” –confiesa, como si hubiese estado esperando este momento, que una vez acontecido su mente se nubla–. A pesar de la incomodidad inicial, el artesano nos contará acerca de su vida, su relación con la artesanía y la percepción que tiene de la situación política y económica de nuestro país; asunto sobre el cual se extenderá y manifestará su desilusión por el estado actual de las cosas, pero que a pesar de todo, mantiene la esperanza intacta en las generaciones jóvenes.

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El arte: tan cerca pero tan lejos a la vez

Rubén, quien fue criado sus primeros años por sus abuelos, creció en un pueblo precordillerano llamado San Fabián de Alico, cercano a Chillán: “¡Muy lindo! ¡Muy hermoso!” con cantores populares que alegraban las veladas y resolvían las disputas de amor e intereses de los pobladores, recuerdo que el hombre atesora en su mente. Las aguas del Río Ñuble dividen por un lado, San Fabián, y por el otro, Coihueco. Ambas son localidades rodeadas de naturaleza y esteros, pero que hoy están cambiando debido a las forestales que talan los bosques vírgenes que una vez allí poblaron. Rubén recuerda que años atrás podía caminar bajo la sombra permanente de los árboles: “caminaba media hora y no había sol”, pero “¡ahora no po’! ¡Puro pino!”. Señala que el pino se ha transformado en la peste del sur, porque “acaba con todo”. Los árboles majestuosos como los robles y raulíes, nativos de aquellas zonas, han desaparecido: “Todo fue talado y reemplazado por el pino” –se lamenta el hombre–. Explica que el vínculo entre el campesinado y la agricultura se rompió debido a la introducción de esta especie, que con sus toxinas impide el crecimiento del pasto necesario para alimentar a los animales. Junto a esto, toda la biodiversidad de otrora, como las aves o insectos, ha desaparecido. Rubén responsabiliza a un grupo de familias que “por la finalidad del lucro” talaron e introdujeron especies nocivas causando este “desastre ecológico como también para la economía del sector”.

A comienzo de la década de los sesenta, y con sólo siete años, se mudó desde el sur a Santiago junto a su madre y sus cinco hermanos con el propósito de estudiar. La enseñanza básica la cursó en Talagante, para luego trasladarse a Cerrillos y continuar con su educación en Orione. Entró a la escuela industrial sintiendo que estaba ahí por obligación: “entré por cumplir, porque no era eso lo que yo quería… Tú sabes, a los padres antiguos se les metía una cosa en la cabeza y así tenía que ser, nada más”. ¿Y qué pasó con el arte? Quedaría para después. La ilusión del joven Rubén de dedicarse al arte y estudiarla en la universidad quedó tan sólo en eso, ilusión, pues no podía contradecir la moral parental de la época. El talento del joven en aquel entonces era tan evidente que con tan sólo dieciséis años ganó una beca artística en México para estudiar pintura. “Me llegó una carta que estaba respaldada por la embajada mexicana, la que me iba a mandar para allá”, pero sus padres se negaron a la propuesta debido a la aprehensión que tenían por su hijo y a que éste era muy chico todavía, “así que no quisieron, y me perdí esa oportunidad”. Sin embargo, el impulso por el arte seguía presente. Su primera gran incursión como artista fue a través de la escritura de canciones, las que compartía con un amigo muy querido de él quien aportaba con la música y el canto, pero en otro arrebato del destino, su amigo partió a los Estados Unidos para no volver jamás: “ahí murió el asunto creativo”. En ese momento, Candia decidió dedicarse a la artesanía en madera, que señala, era lo que estaba más al alcance de su mano. “Ahí, cerca de donde yo vivía había madera de árboles caídos, entonces yo iba, sacaba un pedazo, y empecé… empecé en esto”.

Como el joven de aquel entonces sintió que no podría aprender el oficio en la academia debido a la “oportunidad perdida” de la beca de estudios mexicana y la reiterada negación de sus padres a que entrara a una universidad nacional a estudiar artes, comenzó a forjar un conocimiento completamente autodidacta y la virtud del artista, que no encontró asidero ni en la pintura ni la música, se volcó sobre la madera, pudiendo darle vida a un objeto, a primera vista, muerto, como lo es un pedazo de tronco seco. Además, su faceta de escritor sigue vigente pero en suspenso: “también tengo un par de novelas por ahí que alguna vez… que ya es el tiempo porque o si no el tiempo se acaba, ¿entiendes? Alguna vez voy a agarrar los capítulos y los voy a terminar.”

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Sobre Rubén en Los Dominicos y el arte en madera

Ya van casi veinte años desde que Rubén llegó a trabajar al Pueblo de Los Dominicos. Primero estuvo durante doce años en otro taller en el lado opuesto del recinto, donde trabajó junto a otro maestro llamado Arnoldo Díaz de quien dice “es una persona bastante buena”; y siete años más en su puesto actual como independiente. Su jornada, cuenta, es la misma que la de cualquiera: entra a las 10:30 de la mañana y en invierno sale a las 19:00 de la tarde; en verano la hora de salida se atrasa hasta las 20:00 de la noche. Se levanta temprano en la mañana, pues vive en Peñaflor y tarda cerca de dos horas en cruzar la ciudad en micro y metro hasta la comuna de Las Condes, lo que al día suma cuatro horas en traslado, confirmando así el síndrome de la distancia corta pero eterna de nuestra ciudad: “así no más la historia, cuatro horas que pierdo en puro viaje”.

Cuando le preguntamos al hombre sobre la artesanía en madera, comenzamos con lo principal: la materia prima. “Toda madera sirve, toda”, pero unas sirven para una cosa, y otras para otras: cuando la madera es compacta, como la del roble, permite tallar detalles finos, en cambio, cuando tiene fibras largas, como el pino, la posibilidad de tallar en detalle se reduce “porque el tronco se desgrana, salta el pedazo completo”. A pesar de las características que ofrece cada madera, no se inclina por ninguna en particular: ocupa de todo, como la acacia, el pino, el álamo, la amelia “que hay acá en el centro”, y el sauce. Gran parte de sus recursos, Rubén los recoge de los troncos de árboles caídos, afirmando que coopera con la municipalidad al utilizar los restos de viejos troncos: “yo reciclo, y evito que ellos tenga que llevarse las ramas a un vertedero, porque pedazo de tronco que me encuentro, me lo llevo”. También agrega que utiliza la madera que sus amigos le regalan de vez en cuando, y es en estas ocasiones donde puede trabajar con maderas más nobles, como el roble o raulí.

Con respecto a la técnica, el hombre señala que no sólo cada madera tiene su particularidad, sino también cada rama, pues cada una tiene un movimiento y dirección especial, forma y curvas únicas. “Hay ramas que tienen muy bonito movimiento, entonces yo juego con eso. Puede ir hacia arriba, abajo o hacia los lados, y yo trabajo sobre eso, veo qué puede salir de ahí”.

Las carretas son la fascinación del artesano. No es de extrañar que un costado del taller esté copado de ellas. “Éstas son originales mías” –dice señalando las carretas con orgullo–, y nos cuenta que él es el único que las hace, y que las ha hecho de todos los tamaños con bueyes tirando de ellas simulando una típica mudanza de los pueblos precordilleranos del sur, imágenes grabadas en su mente desde la infancia. El artesano nos cuenta que esta es una tradición que sigue vigente, pues los neumáticos de camiones y tractores no resisten las condiciónes del camino, “en cambio, las carretas tienen sellante de fierro, no les pasa nada. Pueden ir pa’ donde quieran”.

Los principales clientes son los turistas extranjeros, “los gringos”, y según Rubén, esto se debe a dos razones. La primera, es que los gringos “se las llevan todas” porque les encanta la temática rural chilena, que coincide con lo que han visto en su viaje por nuestro país; y la segunda, porque Candia considera que el chileno no valora mucho este tipo de trabajo: “¿Pa’ qué estamos con cosas? En general no valoran esto. Inclusive el chileno prefiere lo extranjero”. Recalca que tiene cierta clientela nacional, pero son pocos, en una proporción que él estima de 80 a 20 entre lo que compran los extranjeros comparado con los chilenos, y nos cuenta que la temporada está malísima, que faltan clientes y cualquier encargo que le hagan, lo hace. “En esta época me he estado dando vueltas sin trabajo, esperando la temporada alta”.

¿Qué más hay en el taller de Rubén? El otro costado está colmado de la tradición indígena de la zona austral de nuestro país: máscaras y figuras Selknam cuyos llamativos colores contrastan con la opacidad de las carretas. Las figuras indígenas no son realizadas por Rubén; nos aclara que son hechas por un amigo suyo y que él las tiene en exhibición porque “es un tema muy bonito, muy hermoso, pero desafortunadamente extinto”. Así, en el mostrador y repisas del artesano conviven dos tradiciones, una que fue borrada bajo el genocidio europeo, y la otra, cada vez menos común debido a los efectos típicos de la modernidad, como la migración campo-ciudad, la privatización y sobreexplotación de recursos naturales. Una muestra de nuestra historia.

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El olvido del artesanado

Sobre el Pueblo de Los Dominicos, señala que “no hay dos. Este es el único pueblo que está abierto todos los días, a diferencia de las otras ferias itinerantes, que trabajan ciertos días”. A raíz de esto, Rubén considera que los trabajadores de Los Dominicos debieran ser acogidos con ciertas políticas de protección social que actualmente no tienen: “no tenemos previsión para la salud ni educación para nuestros hijos, cuando debería ser así, como lo hacen en los países europeos, pero aquí no pasa nada, absolutamente nada de eso” y declara sentir que el artesano está totalmente excluido de los beneficios del gobierno. “¡Si uno se enferma está sonado! Y como es la cuestión acá, que prácticamente todo se paga… Imagínese una operación: tiene que vender todo lo que tiene para entonces quedar en la calle”. Tal es el olvido del artesanado que se pregunta “cómo es posible que un tipo tenga que andar corriendo de la policía por las calles acarreando las cosas que él mismo fabricó, y que además es un aporte para el país porque permite difundir el folclor…”. La pregunta no encuentra respuesta razonable.

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“Este no es país”

Rubén se siente en confianza y entra de lleno en relatar la indignación que le produce la realidad social actual, luego de tantear nuestra posible recepción de su crítica. En un discurso meditado cuidadosamente, opina que un país es más que un himno y una bandera, y que le parece insólito que se le dé tanta importancia a una pelota, en alusión a los partidos de la selección, que parecieran paralizar la realidad. “¿Por qué no se le da importancia a nuestro cobre, por ejemplo, a nuestra riqueza básica? ¿Por qué no somos capaces de concentrarnos en la plaza por nuestros recursos pero sí por un partido? La pelota arrasa”. Tal es la importancia que le atribuye a la renacionalización de nuestros recursos que rememora una anécdota que le ocurrió mientras atendía en su taller.

Un día un canadiense que se encontraba en Santiago por motivos laborales fue a darse una vuelta por el Pueblo de Los Dominicos aprovechando su fin de semana. Encantado por la artesanía de Rubén, se pusieron a conversar. Éste le preguntó al canadiense qué lo traía a nuestro país, a lo que el extranjero respondió que lo había enviado su gobierno. “¿Y a qué lo mandó su gobierno?” –añadió con curiosidad–, ‘a buscar minas en el norte’ respondió el otro con un español excelente. Después de una pausa, el canadiense agrega: ‘ustedes son tontos’; “¿Cómo que tontos?”; ‘tontos’; “¿Y por qué?” preguntó Rubén; ‘mira, yo hago así en el norte (el canadiense simula enterrar un chuzo) y encuentro minerales, y ustedes no los explotan: nosotros los explotamos”. Este momento marcó un antes y un después en la percepción de Rubén sobre la explotación de recursos naturales en nuestro país preguntándose: ¿Por qué un país con tantas riquezas naturales no las explota? ¿Por qué las ofrece “afuera” al mejor postor? “En vez de montar industrias, baterías, chips, ¿cuánta gente tendría trabajo? ¿Cuánta plata nos entraría al país? Tenía razón el gringo. Nos trató de tontos, ¡y somos tontos!”. El artesano está convencido que si la extracción y manufacturación de los recursos de nuestro territorio fuera hecha por chilenos para chilenos “viviríamos así (extiende las palmas de sus manos), dignamente, y más que dignos”. Lo mismo señala acerca del mar: “teniendo la costa más larga del mundo, los peces se los llevan por arrastre, y para colmo, los parlamentarios reciben plata de las pesqueras, ¿y dónde están nuestros valientes soldados para evitar el robo?”. La situación es tan catastrófica y ridícula, que Candia asegura que de estar vivo, García Márquez podría hacer una extensa novela retratando todas las calamidades de nuestro país, “y sería una novelaza”.

El hombre a veces piensa cuán lamentable es nacer aquí en Chile, que a pesar de la belleza y sus personas, la vida se vuelve insoportable: “como digo, este no es país, mientras no se preocupe de todos sus ciudadanos, todos por iguales”. A veces piensa incluso que le hubiera gustado nacer mapuche, porque aman sus raíces y su tierra. Rubén reflexiona y declara que en realidad no es que seamos tontos y dejemos que los extranjeros se lleven nuestros recursos vendiéndonos gato por liebre, no, “el problema son los gobiernos codiciosos y los tontos que siguen votando por los mismos”, pero asegura que la ignorancia radica en la desinformación y tergiversación de los medios. La publicidad también tiene un papel estratégico, y consiste en centrar la atención de las masas en la materialidad innecesaria y superflua. Con estos mecanismos, a disposición de los poderosos, Rubén asegura que la perpetuación de la misma clase política en el poder es esperable. No obstante, confía en que las cosas van a cambiar…

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Nuevos tiempos vendrán

Rubén tiene un hijo, quien se acaba de titular de ingeniería y es el orgullo de su padre. Además, le trajo otra buena noticia: un nieto. Al contarnos, la sonrisa del hombre se extiende de oreja a oreja. Junto a su madre y sus hermanos, la familia para él constituye una fuente de alegrías en un contexto social incierto y adverso, descrito en detalle más arriba por el propio artesano. Pero a pesar de la hostilidad del entorno político y económico, Rubén deposita sus esperanzas de cambio en un grupo en particular: en las generaciones futuras, o “nueva oleada” como prefiere llamarlas. Ese “movimiento de jóvenes” quienes han luchado por sus derechos educacionales, a Rubén lo hacen sentir “renacido” y se llena de orgullo cuando los ve en las calles. Está seguro que de aquí van a salir buenos políticos que logren lo que su generación no logró, “porque todo por lo que ellos están peleando, ellos debieron haberlo tenido. La culpa es de nosotros, que les peguen en las calles, que los mojen, porque nosotros les dejamos esa historia… Aunque nosotros también fuimos golpeados”. Y el hombre es enfático: desde el primer año de vida todos debiéramos tener una “educación gratuita y como corresponde, una salud gratuita y como corresponde, y un derecho a ser feliz como corresponde, ¡desde el momento en que se nace!”. Percibe que los jóvenes se mueven con fuerza, y que van transmitiéndola al resto de la gente, aglutinando voluntades para la transformación social. “Yo quiero algo mejor para ellos, para todos, y debería ser así. El país que tenemos da pa’ todos, da pa’ vivir una vida digna, y más que digna, hermosa. Algún día será”. La esperanza permanece intacta en Rubén, y crece cada día. Esperamos que la transformación hacia una sociedad digna sea algún día recitada por los cantores populares que encantaron al artesano, e incluida, aunque sea en una pequeña oración, en sus novelas aún por concluir.

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